martes, 6 de mayo de 2008

Burgos (I)

Medina del Pomar es un pequeño pueblo, en el centro de la provincia de Burgos, no lejos de la capital. Como tantos otros pueblos de Castilla la Vieja, fue edificado en una pequeña montaña, rodeado de llanuras, lo que permitía vigilar las incursiones moras y evitar las inundaciones de los ríos. Por eso, si uno se asoma desde la parte alta, tiene estupendas vistas de la llanura, que en esta época del año es de color verde césped, por el trigo y la cebada aún jóvenes.

Medina del Pomar es todavía un pueblo amurallado. Su parte nueva ha crecido fuera de los muros, ha llegado a la llanura, mucho más cómoda para vivir. Dentro de la muralla está la parte más antigua del pueblo, con el ayuntamiento. En la parte más elevada hay dos monumentos notables: un castillo con dos torres altísimas, perfectas, gemelas, y la iglesia gótica. Entre ambos espacios han hecho una zona peatonal, protegida por unos pequeños postes que sólo se pueden bajar si la Policía Municipal acciona una llave.

Quiso la coincidencia que el viernes pasado, cuando visitamos el pueblo, en todos los bares y tiendas hubiera un cartelito de la funeraria local. Había muerto un vecino, de 50 años, barbudo y serio, que nos miraba desde la foto de todos los carteles. Se daba la triste coincidencia de que sus padres se quedaban solos, pues había muerto ya antes otro hijo, y no parecía haber nietos ni cuñadas viudas. El cartel anunciaba el funeral para poco después, en la iglesia del pueblo, a la que nosotros nos dirigíamos.

Al llegar a la zona de la iglesia se dio una situación negra. Había llegado el coche de la funeraria con el ataúd y las flores. Pero he aquí que la Policía no había bajado el poste que protege la zona peatonal. El coche estaba parado en la parte de fuera, a los pies de las dos torres del castillo. El conductor, empleado de la funeraria, fumaba apoyado en el motor, meditando sobre la vida y la muerte. Un poco más arriba, frente a la iglesia a la que se dirigía, estaba el anciano clérigo, revestido, y todo el pueblo alrededor suyo, esperando. Desde un balcón de las casas más cercanas al coche dos niños comentaban animadamente la escena: sin duda, no era la primera vez que esto ocurría.

La tarde era triste, cubierta de nubes.

2 comentarios:

Juan Ignacio dijo...

San Pedro no le abría el portón aún al pobre hombre...

(Me hiciste recordar cosas. Qué llamativo que es ver muchas veces las actitudes de los encargados de lo servicios funerarios. A fuerza de ser algo para ellos muy repetitivo y por no sentir la cercanía de la persona fallecida, se los descubre a veces en actos o posiciones mundanas que contrastan mucho con la actitud de los deudos. Un cochero que fuma apoyado en el auto es un caso. Hay también otros que me ha tocado ver. A pesar de que cuidan las apariencias por respeto a los presentes, muchas veces "se les escapan" ciertas cosas. Un enterrador que da paladas displicentes como quien rellena un bache en la calle, un encargado de transporte de cajones que al mismo tiempo habla por radio con su supervisor, etc., etc.)

Fernando dijo...

Querido Juan Ignacio:

Toda la escena tenía el encanto de los cuadros costumbristas, en que hay muchos personajes y, si te vas fijando, cada uno hace algo distinto.

Tienes razón con el funerario, para el que la muerte y los muertos han pasado a ser algo cotidiano, aburrido. A éste seguro que lo del poste que no bajaba ya le había ocurrido más veces. Me pregunto, en estos casos, hasta qué punto la familiaridad con la muerte ajena afecta a la percepción de su propia muerte.

También eran raros los que esperaban. Pensé que siendo gente fuerte, de campo, lo más lógico hubiera sido bajar hasta el coche, abrirlo, llevar el ataud a hombros a la cercana iglesia y seguir con el funeral. Seguro que, no hace mucho, era así como se hacía. Pero no, preferían estar esperando, en una pose algo ridícula.

En fin, lo mejor eran los niños que comentaban la escena, con toda naturalidad: el coche, las flores, la caja,... En Madrid a los niños se les evita el contacto con la muerte: cuando murió mi abuela, en casa de mi madre, hubo que hacer auténticos malabarismos para que mi sobrino, que vivía con ellas, no se enterase. Es posible que en estos pequeños pueblos todo sea más natural.

F.