Cruzamos toda la provincia, desde la capital (Burgos) hasta el norte, donde hace frontera con Cantabria. Se trataba de ver el puerto de La Lunada, que separa ambas provincias.
Aunque Burgos capital está en una zona casi plana, según se va yendo hacia el norte el paisaje se va haciendo más alpino (Cantabria es pura montaña). Fuimos por una carretera secundaria, llena de baches, sin asfaltar desde hacía años. Cuanto más subíamos, los pueblos eran más pequeños y separados, hasta casi desaparecer.
Campos verdes, fincas muy pequeñas divididas por paredes de piedras, piedras sin cemento, colocadas unas sobre otras desde hace décadas.
En los campitos había animales pastando: vacas blancas y negras, ovejas sucias, cabras enanas, caballos gordos. En algún corral también había pavos o perros. Se notaba que era una carretera de muy poca circulación, porque todas las bestias, cuando pasábamos, levantaban la cabeza, para ver qué ocurría. Me emocioné. Para alguien como yo, que fui niño de ciudad y ahora soy hombre de ciudad, todos estos animales siguen siendo irreales, míticos. Ver una vaca o una cabra es algo fantástico, como si viera un unicornio o un calamar gigante.
Según fuimos llegando a la parte alta, quedaban rastros de nieve. Era algo raro: el campo, en general, estaba verde, pero en algunas zonas aisladas había, de repente, un banco de nieve, como si lo hubiera llevado allí un camión. Fue algo emocionante, claro: en Madrid casi nunca nieva, y cuando lo hace no cuaja. Paramos el coche, bajamos, tocamos la nieve, hicimos bolas, las tiramos, todo lo que hace un tío paleto de ciudad seca cuando ve nieve.
Por fin, el puerto. Al dar el coche la vuelta a una curva, apareció. Frente a nosotros un gran valle, con casitas en la parte baja, con vaquitas diminutas, con caminos como hilillos. Al valle lo cerraban, al otro lado, varias montañas. Tras estas montañas, otras montañas, y tras ellas otras más, cada vez más borrosas, cada vez más azules, como en un cuadro de Picasso. Al final de todo, una cadena más alta que las demás, nevada en pleno mayo: la Cordillera Cantábrica.
El día era bueno, soleado.
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3 comentarios:
Qué bueno eso de:
Para alguien como yo, que fui niño de ciudad y ahora soy hombre de ciudad, todos estos animales siguen siendo irreales, míticos. Ver una vaca o una cabra es algo fantástico, como si viera un unicornio o un calamar gigante.
Y así al final resulta que aquello por lo que la gente de campo nos burla a los de ciudad puede ser uno de los mayores disfrutes.
que gozada de excursion!. Tengo que montar alguna escapada asi!
Querido Juan Ignacio:
Así fue. Yo no ví una vaca o un cerdo de verdad hasta que mis padres me llevaron de veraneo a un pueblito de la región de Galicia, con 6 o 7 años. Ahora, en España, llevan a los niños a granjas-escuelas para que no sean tan incultos, pero hace 35 años esto no era así.
Querida María:
Imagínate lo bonito que era que incluso yo, que no tengo gran sensibilidad estética, me emocioné.
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