Vuelvo a Lisboa después de 10 años.
Lisboa me gusta, ante todo, porque me recuerda al Madrid de hace 30 años, cuando yo era un adolescente: los chicos ceden el asiento en el autobús a los viejos o a las embarazadas ("grávidas"), las paredes tienen manchas y desconchones, los coches respetan los semáforos, la gente respeta las colas del autobús, la Misa está llena de gente joven, hay librerías e incluso gente comprando, las señoras llevan un peinado tremendo que se han hecho ellas solas sin ir a la peluquería, la gente se atreve a tender la ropa en la calle, las chicas no se besan en la boca por la calle, se puede poner un belén en una esquina sin que te lo tiren a pedradas, nadie pone las pezuñas en el asiento de al lado. Sí, es como volver al Madrid de 1980, aunque con mejores coches y con teléfonos móviles.
Dos elementos de decoración, muy portugueses. Toda la ciudad, hasta los barrios lejanos, tienes las aceras asfaltadas con pequeñas piedras cúbicas, blancas o negras. Millones de piedras desde el centro al último rincón: en las zonas finas, las piedras hacen dibujos, pájaros, liras, flores; en las zonas pobres, una sencilla fila de piedras negras bordea el interior de piedras blancas. Millones y millones de piedras, pacientemente puestas, piedra a piedra, así puedes llegar a asfaltar todo Portugal. Y otro, los azulejos de las fachadas: por muy pobre que sea una casa portuguesa, por muy sencilla que sea su arquitectura, en cuanto la forras de azulejos, todos alegres, todos del mismo color y del mismo dibujo, ya pasa a ser algo simpático, algo bonito, donde merece la pena vivir.
Tres monumentos. Las ruinas del convento del Carmen, con la gigantesca iglesia que se vino abajo en el pavoroso terremoto del XVIII, sólo quedan las paredes y los nervios del techo, entre esos nervios vimos venir el atardecer y la luna y la noche, en silencio. El claustro de la Catedral, viejo, oscuro, lleno de palomas que viven en los huecos siniestros entre los ladrillos, todo huele a humedad, todo huele a vejez y a vegetación, como en una leyenda de Becquer. El Palacio del Presidente de la República, palacete encantador, muy portugués, con su pequeño comedor, su pequeño despacho, su pequeña capilla, su pequeño jardincito, su pequeña balconada llena de azulejos azules y blancos, nada que ver con el gigantesco Palacio Real de Madrid, y en cada habitación un florero con flores frescas.
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5 comentarios:
Mi padre nunca puso un pie en Europa, pero decía que lo que le gustaría conocer era Portugal, cuando nadie pensaba en ese país como turístico. Luego mi hija y su esposo sí fueron y recorrieron bastante, y quedaron prendados de su belleza y gentileza de su pueblo, además que los monumentos están muy bien conservados. Si yo pudiera, también iría, eso sí: en primavera.
Estuve de paseo en Lisboa de tu mano. Me encantó como describes la arquitectura. Que importante que has ido a misa, yo siempre que viajo asisto a la iglesia o capilla, es un modo de conocer una comunidad.
Besos
Y el olor a mar al borde de la Torre de Belem, y el castillo, y los modernísimos centros comerciales, el oceanario... Es una ciudad preciosa; para mí, incluso más bonita que París o Florencia (perdón si ofendo a alguien con mi atrevimiento).
Saludos
Me hizo pensar en los brasileros, que conocemos aquí. Se entiende de otra forma un país de América cuándo se conoce algo del país de dónde "vienen".
Qué bien que lo hayas disfrutado. Quiero ir! Pero no creo que sea pronto jaja.
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