La novela va dando saltos, cada capítulo se desarrolla 10 o 20 años después del anterior: las muchachas del inicio son las viejas del final. En el penúltimo capítulo, el Príncipe de Salina, El Gatopardo, muere lentamente durante veinte páginas, en un hotel, lejos de su palacio, tras recibir la extremaunción. La parte más profunda del capítulo, quizá, es la siguiente:
“Estaba haciendo el balance de pérdidas y ganancias de su vida, trataba de extraer de la inmensa montaña de ceniza del pasivo las diminutas briznas de oro de los momentos felices”
Va enumerándose a si mismo, en medio de la agonía, esos momentos: poco antes y poco después de su boda, algunas charlas con su hijo el inteligente (que pronto se fugó a Londres), los ratos en el observatorio astronómico, los ratos de cacería, la recepción de un premio científico en la Sorbona, ... Todo lo demás es nada, todo se desvanece. Suma esos momentos de felicidad y, a duras penas, superan el año. Como muere con 70 años, empieza a hacer cálculos del porcentaje de años felices (1) frente a los aburridos o indiferentes (69). En esto le pilla la muerte.
Cuando era más joven, el párrafo me urgía a aprovechar bien mis años, a hacer cosas, muchas cosas que horas antes de mi muerte pudiera poner en el activo de mi vida. Curiosamente, ahora, con la perspectiva del tiempo, recuerdo con más gratitud ciertos estados de ánimo, gente que he conocido o decisiones que he tomado, incluso miedos antiguos, antes que cosas que hice en aquellos años, o antes o después.
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1 comentario:
Hoy vi al Gatopardo en una estantería, pero no pude comprarlo...
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